Eran los diecisiete años de mi vida, se llamaba como se llame. Me miraba de lejos, de reojo. Alguien me dijo cosas al oído, supe mas tarde que eran palabras envenenadas. El tiempo se detuvo, repentinamente, como en todas las historias de horror. No hay tiempo que no finja estar ahí, en ese pequeño rincón, escondido como un aciago espía, dejando que la telaraña se siga tejiendo, dejando que caiga la trampa para cogerme, para saciarme de mis promisorias esperanzas, (escondidas en un pan batido que mi madre depositaba a diario,en mi mochila), para contarme las maravillas de una demolición rastrera, llena de polvos húmedos, de gemidos inertes, de lamidos salinos, de caras que siguen desorbitando las menudencias de mis entrañas, alimento que cruje entre las mandíbulas de su vientre....donde pude parir mi propia ingenuidad. Era el siglo veinte, no había nada que temer. ----- Siglo veintiuno, nada que temer. Nada q