:: Nunca el motivo, ni la Meta ::
La fiebre ha pasado ya,
entre tanto brioso vendaval
de imágenes colgadas,
que se derriten como el hielo macabro,
que formase alianzas duraderas,
en épocas de prestigiosa necesidad.
Apostando nos encontramos,
apostando ganamos el cielo,
el silencio de la confianza,
la completa oblicuidad
de la expectativa,
que engaña, que te espera,
en una estación sin prisa,
en esta memoria que ha dejado de arder,
después del incendio meridional
de la mitad y algo mas
del tiempo,
que nos pusimos como final
de todas las obras,
obviamente inconclusas.
La fiebre pasa.
Se agota.
Se esconde.
Ahora todo es como un lento pasar de rayos equis.
Todo se ve mas claro cuando el sol abraza el hielo,
y nacen nuevas formas de vida,
huele a un parto
sin matrones ni patrones,
sin ganas ni mucho dolor;
epílogos de ceniza que condimentan
el hemipléjico sendero de faroles quebrados,
que voy intercambiando por sonrisas
en este nuevo aniversario,
donde brindo por el mundo,
como una mala traducción de mis propias palabras.
La fiebre trocada por la calma de un viaje lento.
antes de ponernos a pescar en las arrugas del océano
citadino,
que nos llama para condecorarnos
por tantas batallas que han de venir.
La fiebre, el título de general en todas
las victorias, que no nos alcanzaba para
renunciar.
Buscando preguntas en el viento me hallaba,
cuando los niños gritaron mi nombre,
el nombre del sagrario que miraba la luna
para teñirla de técnicas ilusorias,
rojas como la sangre que se concentra
en la mirada,
elaborando esta nueva contorsión de la realidad.
Todo tiene tinte de un sueño.
Un completo dejavu que siempre llega tarde,
cuando el desierto copula con la noche
y las estrellas se reflejan en la ciudad entera,
cuando vuelve de las miserables jornadas
sin respuesta.
Quizás tenga miedo de abrir las ventanas,
quizás tenga sueño de tanto vivir en las promesas
quemadas del amor, que me juramenta un nada mas
que se pueda hacer.
Caminaba, volvía y caminaba.
A veces se me acusa de limpio,
limpio mis manos con el gel de mis entrañas
me lo trago como si fuera un regalo furioso
de la eternidad.
Y entre tanto asesinato, las muescas del encaje
se ausentan,
dibujando hilos en los momentos
que sin duda harán de mi cuerpo,
un silencioso consejero de futuras observaciones
sobre lo que la fiebre hizo de la propia historia,
cuando me vean contando malos chistes
en medio del puzzle
que cada día suele presentarme.
Hay algo nuevo que lo comparto.
Y lo entiendo,
me causa gracia,
es un pequeño secreto que me cuento
para parar de reír:
Cuando caminas dos veces por la misma senda,
la maldición te hereda una grotesca habilidad
para reír.
Y la fiebre hace bien,
te agrada,
te conforta,
caminas con el miedo como tu compañero
y el espacio se parte en mil pedazos.
Esta fiebre lo alumbra todo,
tiende a colorear el ocaso,
duermes como un niño recién nacido,
te apiadas del invierno,
te cansas del tiempo perdido,
abandonas la caverna devorando las sombras,
el mundo entero se refleja en el cuerpo
y la sombra es una estela ingobernable
de olores e intuiciones
que sigues a pie de la letra.
Es el sino del medio camino,
ya nadie te convence,
ni siquiera tu propia voluntad de
perderlo todo; ni siquiera la verdad
que albergas en el bolsillo,
ni siquiera tu embustera renuncia dirigida
al sarcasmo que nace espontáneo,
cuando nada tienes que perder,
pues eres el premio, la presa,
la decisión del avatar que se contenta
con haberte dado la posibilidad
de sucumbir a la plaga, engullirte la fiebre,
y enfermarte con la prórroga
de un partido que no tiene segundo tiempo.
Y la fiebre es una canción que se repite
pegoteada, todo el tiempo
y ese nananá que alucina en transformarse
en canciones, ese nananá que se cuelga de la
casualidad, ese nananá de dos notas
que afinan desde que pudiste ser parte
de esas otras vidas que atravesaron el portal,
por tu llave de luna blanca, cobijada en las entrañas
de otras vidas, que sufrieron la fiebre de tu compañía,
y que ahora se sanan de tu enfermedad.
Asumiendo no ser el umbral, sino la clave,
el sexo, la fluorescente juventud
en este negocio de negarse a si mismo
y salir blindado como un agujero en el reloj de arena,
cuando la muerte no se vive en un suspiro,
se vive toda la vida,
cuando dejas que la fiebre arda
mientras tu tiempo ya pasa,
y eres el río que fluye
de la montaña
hacía el océano.
Nunca el motivo,
ni la meta.
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