:: Aburrido ::



Ella quería limpiar las arrugas de sus fundamentos, 
teñirse el pelo de tonta que siempre le jugaba una mala pasada, 
soñaba por la noches con erradicarse de sus anhelos.

Ella caminaba descalza entre la jauría de amuletos
a los que se encomendaba cuando iniciaba un nuevo día.

Se sabía de memoria las peripecias con las que domesticaba 
esa inmarcesible carencia de tiempo.

Ella gustaba de lamer sus encantos, amaba la humildad de la noche, la indiferencia de las estrellas, 
el misterio de la niebla, la voluptuosidad de lo desconocido, la preocupación del tedioso amanecer.

Ella lustraba los guantes con los que se defendía a muerte
de la despistada conjugación de las casualidades, esa simpática 
demostración de poder que nos hace el misterioso encuentro
con el olvido.

Para ella no había motivos para comportarse, mal que mal, 
todo era un asunto del instinto; el amor era, sin embargo, una cuestión religiosa:
puede la sangre hervir a fuego lento o, simplemente, cabalgar en el relámpago. 

Ella sabía que quien le teme a las sombras, no conoce el poder de la eternidad.

Y la eternidad es corta a veces, tan corta como un momento, como una elaboración de
molestas caretas que van formando callos en el alma, domesticando al fin nuestra 
pronunciación del verbo ser.

Ella se sabía una perfecta enunciación de la esperanza, pero de manera simplona, 
egoísta, sin fundamentos. No los necesitaba.

Ella se aburrió de hacerse piruetas, de gastarse buenas bromas, de tomar sabias decisiones.

Sabe que por ahí siempre aparecen los que osan narrar la vida de manera tosca y servil 
a los versos, a lo sencillo, a lo discreto, a los pusilánimes derroches de cordura y modestias
de velador con libros, pero bien rebuscados, ojalá que nadie los tenga, ojalá que sólo ellos lean. 

Se aburrió de las metáforas de su vida diaria. Se aburrió de los metafóricos acentos en la 
inmaculada profundidad de los invertebrados y rastreros intelectuales.

La vida era tan sencilla cuando prendía un cigarro y miraba la perennidad de la provincia.

Ella era su propio barro, su difunta belleza, su disociada majestuosidad con la que se crucificaba 
por un par de monedas para saciar su dignidad.

Ella era un cúmulo de días inolvidables y el resto era sólo decadencia.

¿Y qué?

¿Quién podría juzgarla en esta época estéril y sin pocas ganas de hacer lo que realmente importa?

Ella , por primera vez en su vida, 

se aburrió de escribir.





Comentarios

  1. Anónimo12:22 p.m.

    Es una lastima que hayas descubierto ese modo de relato, en tercera persona y siempre con el mismo ritmo y de la misma forma. Limita mucho tu manera de escribir y se hace muy monotona. Saludos

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