::Tercera edad de la amargura o el final de tu espejo.::

 
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Ya no se si duermo o estoy despierto. 

Me duele el cuerpo y la vida entera. 

Los días se fueron y ahora se repiten en mi cabeza, mientras huelo en cámara lenta y el sudor evaporado de mis aventuras se tatuaron en un paño viejo de la historia humana, para nadie humana, hojas de un libro imaginario en una vida imaginada, golpeada en el piso de lo real.

Y me quejaba y sonreía amargamente. Y fui engañado y manipulado, me puse ropa  me mire al espejo, me sentí fea y arrugada, horrible y un poco gordo, desaliñado, mal parido, estupefacta, gutural, un esperpento subterráneo interesante; fui el lomo de mis días de jornadas laborales, cambié mi tiempo por dinero;  ocupé orgasmos que abrieron portales para otras vidas, como amuletos para el tedio y la dócil tarea de aplacar el aburrimiento. ¿cuál es la diferencia entre ganar mucho dinero y dormir como un burro cansado y arrastrarse como un gusano entre la mierda espiritual?.

En estos días profundos y muy largos, mi cuerpo es una cárcel que no se satisface con la velocidad de la autocompasión. En el límite de una porquería y una miserable caída, soy un tanto vieja para engañarme en las fantasías propias del presente. Fui un príncipe del siglo de plástico, la doncella encantada de mis propias esperanzas, caminé la curva de mi propia vida, desde la ingenua expectativa hasta la indolente venganza del tiempo en mi cabeza. 

Y sonreía, vaya que lo hacía. 

Rogaba por aceptar mi destino, mientras otros abuelos sonríen en sus rejas de misteriosa compasión, en ese curioso vaivén progresista con olor a conservas de lata y madera apolillada.

Otros se fueron antes.

Entonces la utilidad medida en la posibilidad de producir; digamos que son casi cuarenta años, quizás un poco menos. Y la vejez no es larga ni clandestina, no es tosca ni asesina. Ella te acepta como eres, te observa en calma, te determina, te prepara. 

Es un día fresco, a las seis de la mañana, hace frío en mis recuerdos, el techo tiene nuevas figuras y mensajes que no logro descifrar, aún en este dolor húmedo que se acuña en mi cabeza, en mis piernas, en mis surcos y mi rostro arrugado de tanto esperarte y despedirte, de tanto arrimarte a mi pecho y este cuerpo como testigo de las penurias perfectas de un final largo y abrumado. 

Quizás deba desayunarme, calentar un poco de agua, abrir las cortinas, lavarme de a poco, a veces no me acuerdo de que fui abandonado y no recuerdo el motivo ni la mirada de mis hijos. 
La mañana es un manto de libélulas que miraron al sol de frente y se ausentaron de la suerte.  Y no tengo tiempo para el almuerzo ni para la tarde, la más larga de todas.

Y luego me canso de leer sus quejas de adultos fomes, tristes, ignotos entres las fauces de la mediocridad.

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