:: Segundo Sometimiento ::



Ella fue testigo de la explosión. 

Emitió un bramido 
largo y efusivo, 
coreando el mismo gemido de millones de cifras
que hicieron del desgano un templo cuadrado
(sin forma)
y obviamente contemplado por el enemigo.

Ella sostuvo la misma antorcha que todos los mártires digitales.

Y al final había que seguir, 
total 
el fin del mundo es una linda promesa,
hoy en día cuando no hay tiempo para nada
ni para nadie.

Ella contemplaba la muerte con dulzura;
nunca le creyó a sus padres 
cuando le inyectaron
la existencia 
a través de todos los colores.

¿Y si el sentido sea en contraposición al tiempo, en contraste con la fuerza vital, 
en una trinchera clandestina, por cierto de paso, usando a la vida como un mal argumento
para rebatir al caos universal?

Ella contaba las estrellas en sus bolsillos, 
miraba el suelo nublado de tantos espejos quebrados, 
abría y cerraba puertas, 
cambiaba las persianas de su propia justificación moral,
se objetaba de seguir objetando.

Le costó tanto dejar el vicio de discutir con su propio reflejo, 
se refugió en la dulce masturbación de todos los días, 
elaboró tantas realidades inconclusas, 
hizo de cada segundo un momento perdido en la inmensidad de la proyección de su propia época.

Ella era su propia época.

Y moriría con ella. 

Lo tenía claro.

Y el péndulo giraba en el trapecio de las emociones, que al final serían el gran misterio de todas las cosas.

Dejó de hacer caso a los continuos reclamos sobre la propia extensión de sus sentidos. Dejó de pescar a los incautos de ferias subterráneas, a los mansos de placer, a los toscos chovinistas de la nada local. 

Ella crió un par de versos en su jardín secreto, los regaba con sigilosa meditación
y fluía como el pasto seco de una población perdida en la vorágine verbal.

Ella era un pincel malhumorado que decoraba con venas huecas la rutina, 
un mal momento para hacer el amor, 
una careta roñosa para engañar a los que aún creían en las concesiones, 
un desprecio gutural a todos los malditos payasos que se largaron al exilio de la lucha 
y se refugiaron en sus propias parcelas ideales de la mediocridad. 

Ella era su propia parcela, 
en donde clavó un leve letrero.

El letrero estaba en blanco, como siempre...


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