Tal vez pudo más la mirada ajena, la distancia o la forma extraña que se cuela como una mezcla de sensaciones en el vientre, remolinos que se niegan a permitirnos olvidar la extenuante contemplación del vacío. Cuando todos se marcharon y nosotros quedamos ahí, en el silencio al fin conquistado, la música fue la única compañera que supo evocarnos. Solos, como siempre, nos descubrimos perdidos en el eco de los recuerdos, bajo el manto silencioso de la última luz antes del amanecer…
Las siluetas saben condensarse en esta cotidianeidad que nos abraza y envuelve. Hemos de ser eso que soñamos, o quizá no era tan así. O tal vez éramos un grito despiadado en la levedad de la suerte, cuando, en una danza espontánea, las miradas se entrecruzan en una sala de bullicios que ya olvidé. Cada copa levantada de soslayo es un verso que escribimos en las sombras.
Siluetas que se siguen mirando, como espíritus que se niegan a marcharse de nosotros: tomad nuestra fortuna y dibujadnos por siempre, ahí, escondidos, como un secreto que se mantuvo discreto en un tiempo imposible de medir, salvo en este vaivén que oscila entre lo que fuimos y lo que seremos.
Siluetas de lo que somos, tomad nuestras manos y guiadnos al final de todo.
Saltimbanquis pululan en cada espacio y rincón, moviéndose con gracia y tóxica ambivalencia. Son el sarcasmo, la primera entrega, la noche larga que siempre vive en mí, sorteando culpas imaginarias.
Estabas sentada y yo, guiado por tus ojos que me hablaban del mundo entero, pero tú en silencio, siempre en silencio. Esto de escribir sin códigos es algo nuevo, pero extraño; nuevo, pero muy extraño.
Estoy seguro de que subimos al cielo. Valparaíso tenía esa cualidad de raptarnos del tiempo y el espacio, porque todo tiene un precio y una dirección. En la subida se sumaron unos vinos y un par de cigarrillos… qué tiempos aquellos en que fumábamos la vida entera: la vida en momentos, la vida en recuerdos, la vida en sufrimiento, la vida en extrañarnos, la vida que nos tocó vivir.
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