Sentimientos en la guata que se mueven al son de la ruta del lanzamiento de un proyectil.
Explosiones y semicírculos rebotando en la indolencia irreverente de hacerse el weón, pasando por el lado, surcando senderos insípidos de conformidad servil y relicaría, húmeda, indeleblemente silenciosa, ofuscada como el hálito conmovedor de esta sobrevivencia pasmosa a una estóica contemplación irresistiblemente discreta; discreta como los decretos que sellamos con la magia de nuestras renuncias, aparcando en un deseo ajeno, que no me gusta ni correspoden, un traje a la medida de otros, he calculado tantas veces la métrica del intimismo, que me deleito en escribirte, espacio en blanco, dispuesto a recibirme, a esperarme y abrazarme, cuando mi cuerpo tirita de tedio y dolor ahumado, pero sabemos que esto es casi cotidiano entre nosotros.
La maldita ventana abierta y el salto obligatorio, miradas turnias y tonificadas por el olfato de que sigo siendo el mismo ingenuo ser humano, esta hambre que se oculta en la catastrófica salvedad de mirar el techo y ser un emblemático casquillo que contiene el disparo, la bala que arde por salir y romperlo todo, el status quo se esconde detrás de la puerta; calmas que te vas de ronda, de prisa, con una violenta conmoción en la cabeza, cuando despiertas después de tantos años, cuando la última noche ocurrió antes de todo cambio innecesario.
Pero luego vienen la carencias, esto de acomodarse y sobrevivir me cansa, a veces creo que me deleito en la autocompasión, y a quién le importa. Estar aquí es un vaivén de escalofríos que siempre gimen al són de mis dedos que tocan la letra exacta para nosotros.
En un mantél, las migajas dibujan una sociedad concretamente olvidable, enmohecida y manchada con los retazos de situaciones que se profetizan como recuerdos que algunas personas gustan de bañarse en ellas, perfumarse de las emociones cansadas, acicalarse con los gestos y la memoria presa del tiempo que pule el tedio para transformarlo en dichosos momentos, en el vaho estridente de la razón, los conventillos se arriman en ventanas de charlas etéreas, tribus conectadas por agenda, mientras el exilio autoinflingido de otras vidas pena fuerte y meditabundo, rasguñando las paredes de otras noches que se fueron.
La injusticia de vasos derramados, la mancha indeleble del cielo a cuestas, las noches sin poder dormir, esa constante sensación de que algo no calza o no va bien, la sospechosa obligatoriedad para pensarlo bien, la careta del mundo reflejada en este espacio sin bordes ni presencias; careta circular, endeble, incólume al ventarrón de las reliquias que marchan furiosas en los códigos aparcados en estacionarios momentos de la victoria, o tal vez un mea culpa.
Y si tiramos del mantel, el espejo, la vuelta de tuerca, la autoreflexión, es esta existencia la que sólo sufre, respirando un aire turbulento que pesa y te eleva al nivel de quienes hemos dejamos atrás.
Aquietadas las aguas, las piedras caen de la cabeza, formando olas de digna motivación. En estado salvaje, la sangre sigue intacta.